Por Albert Sales //
Hasta 2008, pobreza no era un tema recurrente en los medios. Entre el final de la crisis económica de la primera mitad de los noventa y el estallido de la actual crisis financiera, pasamos por la época del “España va bien” y por un desatado optimismo neoliberal que invisibilizaba los procesos de exclusioń social y de empobrecimiento de una parte nada despreciable de la población del Estado español. En el contexto de abundancia material fundamentada en el crédito y la burbuja inmobiliaria se sostenía que salir de la pobreza era cuestión de buscar un empleo y trabajar.
Las situaciones de pobreza se multiplican a partir de 2008, pero la gran preocupación de los medios por este problema social surge cuando afecta a personas hasta entonces teóricamente inmunizadas. Lo que escandaliza a periodistas y todólogos, y levanta ampollas en la sociedad de autodenominadas clases medias es la percepción de que ahora son “los suyos” los que caen. Las víctimas de la pobreza ya no son “solamente” personas de barrios marginales, miembros de minorías étnicas estigmatizadas, gente con baja calificación profesional y sin estudios… ahora se trata de “personas normales” con “vidas normales”, y esto es lo que despierta el interés de las “personas normales” que producen y consumen productos periodísticos. Cada vez que la publicación de un informe de una institución internacional o de una organización social pone de relieve el crecimiento de las situaciones de pobreza, los redactores de periódicos y cadenas de televisión se lanzan a poner cara a las cifras buscando empresarios con negocios quebrados que se hayan convertido en beneficiarios de los Bancos de Alimentos, doctoradas en física de partículas que hayan tenido que volver a vivir a casa de sus padres y que estén planeando marcharse a otro país, titulados universitarios durmiendo en cajeros, o periodistas que hayan sufrido un desahucio.
Por supuesto, los medios proyectan una percepción fuertemente sesgada de la realidad. Se habla de “nuevos pobres” para hacer referencia a aquellas personas que antes del estallido de la crisis no habían conocido la pobreza y que posteriormente se ven obligadas a vivirla en su propia carne. En efecto, ha habido un incremento del riesgo de caer en situación de pobreza… Pero la nueva pobreza no es nueva por haber aparecido de la nada a partir del 2008. Las nuevas formas de pobreza estan vinculadas a la evolución y a los cambios que sufren las políticas públicas a partir de la imposición ideológica del neoliberalismo. La extensión de los riesgos de pobreza entre las autodenominadas clases medias amplias amparadas por los Estados del Bienestar empieza en los 70 y bebe de la destrucción de la capacidad de negociación de la clase trabajadora a partir de la globalización y de la creación de un mercado de trabajo global, de la mercantilización de los servicios públicos, de la debilitzación de los sistemas de garantía de rentas y de la profundización en la desprotección de individuos y colectivos que las propias estructuras del Estado del Bienestar ya había dejado abandonados.
Esta preocupación por las situaciones de pobreza que afectan a quienes se identifican como iguales invisibiliza, una vez más, a las víctimas de formas de pobreza y de exclusión social que ya existían cuando “la economía iba bien” y que se han agravado enormemente. Empatizar con el sufrimiento de quienes han pasado de sentirse miembros de la clase media a pasar privaciones materiales resulta más fácil para periodistas, políticos, tertulianos, y para la gran mayoría de personas que consumen televisión o periódicos que comprender las estrategias de supervivencia de las personas que llevan largo tiempo en situación de pobreza y de exclusión social. Más aún, cuando siguen instaladas en el sentido común popular ideas preconcebidas de cómo malgastan el dinero público “los pobres” y de cómo son víctimas de sus propios vicios e incapacidades personales. Los “pobres de siempre” constituyen una categoría social a parte, son un “otro” al que es más difícil comprender y aceptar que a unos “nosotros” caídos en desgracia.
No es extraño pues, que las preocupaciones de “clase media” hayan eclipsado demasiado a menudo los cambios de calado en la forma en cómo nuestra sociedad y nuestras administraciones se enfrentan a la cruda realidad de las situaciones de pobreza severa. La erosión de los sistemas de protección social y la situación de quiebra en la que muchos municipios deben responsabilizarse de los servicios sociales municipales está agravando, año tras año, la pobreza de los hogares de rentas más bajas. Familias que subsistían sumando las cuantías de pequeñas ayudas o con rentas mínimas de inserción, han visto reducidos sus ingresos a cero. Si España ya partía de una situación de sobre- empobrecimiento más grave que la del resto de la Unión Europea, la evolución de la economía y de las políticas de protección social ha dejado una elevada brecha de pobreza (1) del 30,9%, al mismo nivel que la de Bulgaria, y solo superada por Grecia (32,7%) y Rumanía (32,6%). En el conjunto de la Unión Europea, la brecha de pobreza ha crecido entre 2005 y 2013 un 1,72% (del 21,5% al 23,9%), mientras que en España se ha acumulado un incremento del 20,7% (del 25,6% al 30,9% actual).
La causa más importante de la gravedad de la pobreza entre los hogares más desfavorecidos es la relativa facilidad con la que una familia puede quedarse sin ingresos. Los sistemas de garantía de rentas no condicionados a las cotizaciones a la seguridad social, aquellos que en otros países sirven de red última de seguridad, eran en España extremadamente débiles ya antes del estallido de la crisis. Pero la evolución de los presupuestos destinados a las pequeñas ayudas que los servicios sociales (normalmente municipales) destinan a los hogares más empobrecidos y los recortes en rentas mínimas de inserción, han impactado de forma notable en la vida cotidiana de las personas excluidas permanentemente del mercado laboral.
A grandes rasgos, las siempre escasas transferencias públicas dirigidas a las familias y personas más empobrecidas se están viendo sustituidas por un maremágnum de pequeñas ayudas fragmentadas y creadas para responder a la presión social. Ayudas alimentarias, ayudas para pagar el alquiler, becas comedor, becas para actividades extra- escolares, aplazamientos en el pago de los suministros del hogar… Un sinfín de pequeñas cantidades monetarias o de prestaciones en especie cuya burocracia hay que tramitar, en ocasiones pasando por distintas oficinas y presentando papeles que demuestren la situación de necesidad en la que el núcleo familiar se encuentra. Por el consumo de tiempo y energías que comporta, la peregrinación de las ayudas se convierte en una parte importante de la estrategia de supervivencia de las personas que viven experiencias de pobreza prolongadas.
La retórica de la dependencia y la autonomía desplegadas en los programas de workfare chocan con unas prácticas asistenciales que minan la capacidad de las personas para decidir sobre sus propias estrategias vitales. La retórica neoliberal insiste en evitar una excesiva generosidad con los hogares sin recursos para evitar que se acomoden y generen dependencia de los servicios sociales y de la administración. Se reproducen los estereotipos que sitúan las causas de la pobreza en problemáticas individuales y en la incapacidad de gestionar la propia vida. Sin embargo, se olvida el devastador impacto sobre la autonomía personal que supone perder la capacidad de decidir cuestiones tan cotidianas como el contenido de la cesta de la compra, la organización de los menús diarios, o el color de la próxima chaqueta de los niños. Cuando se reducen las prestaciones económicas y se sustituyen por asistencia en especie se despoja a la persona asistida de su condición de consumidora. Ante un mercado laboral disfuncional con tasas de desempleo que no descenderán de forma significativa en los próximos años, los cambios en la gestión de la pobreza condenan a los hogares sin ingresos a desarrollar estrategias de superivencia basadas en la caridad y en actividades marginales y trapicheos.
El reconocimiento del derecho a la subsistencia y del derecho a la participación en la sociedad pasa por garantizar unos ingresos mínimos a todos los hogares. La acumulación de ayudas finalistas y los donativos de alimentos, ropa u otros productos de primera necesidad, son imprescindibles ante la emergencia que viven muchos miles de hogares. Pero las tendencias antes señaladas de empobrecimiento y sobre- empobrecimiento requiere medidas que actúen como palanca de transformación social. El reconocimiento de un incondicional derecho a la subsistencia y a la participación en la sociedad pasa por un sistema de garantía de rentas real y desvinculado de las cotizaciones a la seguridad social de los trabajadores y las trabajadoras. Sin una renta garantizada se pueden atender las emergencias humanitarias, se puede luchar contra el frío o contra el hambre, pero no se puede luchar contra la pobreza.
NOTA:
(1) La brecha relativa de pobreza es un indicador que mide la distancia porcentual entre el umbral de riesgo a la pobreza (el 60% de la mediana de ingresos equivalente) y la mediana de ingresos de los hogares con ingresos bajo dicho umbral. Expresado de un modo más comprensible, la brecha de pobreza sirve para medir la diferencia de ingresos entre los hogares más empobrecidos y el umbral de pobreza.