Por Albert Sales // Publicado originalmente en catalán en LaDirecta núm 400 de enero de 2016 //
Desde los medios de comunicación y algunas instituciones, las personas sin techo o sin hogar tienden a ser tratadas como si tuvieran una patología social, obviando el problema estructural de la dificultad para acceder a viviendas.
Las personas que viven y pasan la noche en la calle son la cara más visible y más cruda de la pobreza urbana. El estereotipo del vagabundo sin oficio ni beneficio víctima del sus malas decisiones está presente en el imaginario col·lectivo. Los apelativos despectivos trazan una línea divisoria que separa a la gente con una vida normalizada y las personas excluidas que van de un recurso social a otro, sin acceder a lo que define un estilo de vida aceptado por la sociedad mayoritaria: un empleo y, sobre todo, una vivienda.
Una parte de la investigación académica ha querido establecer características propias de las personas sin techo para construir objetos de intervención social. Desde el ámbito periodístico y comunicativo, es habitual trazar perfiles que sólo sirven para perpetuar los estereotipos. Reproducir que una parte de estas personas son hombres de mediana edad con problemas de salud mental o adicciones, que los extranjeros ya son mayoría, excluye la gran diversidad de situaciones que llevan hacia el sinhogarismo del imaginario hegemónico. Ciertamente, la mayoría son hombres, pero el sinhogarismo femenino es un problema social de primer orden que sigue dinámicas propias y, demasiado a menudo, ocultas e ignoradas.
La dispersión de edades es enorme. Hay jóvenes que acaban de llegar a la mayoría de edad, que han roto con el hogar materno y han acabado en la calle tras sucesivos fracasos a la hora de encontrar un sustento económico y estabilidad residencial. También hay personas de más de sesenta años que se han quedado sin vivienda tras el fallecimiento de sus padres y la imposibilidad de subrogar un contrato de alquiler de renta antigua. Hay extranjeros que, tras enfrentarse a la crudeza de un viaje interminable lleno de vallas y de situaciones violentas, luchan contra las fronteras no físicas, cotidianas, que afronta quien no tiene papeles ni acceso al mercado laboral …
Las trayectorias que pueden llevar a la exclusión residencial y vivir en la calle son tantas y tan variadas que hablar de las personas sin techo como un colectivo con rasgos comunes constituye una simplificación estigmatizadora. Y esconde una obviedad: el sinhogarismo es una situación que se produce a consecuencia de la imposibilidad de acceder a una vivienda. Lo que tienen en común las personas sin hogar es que no tienen hogar. La exclusión residencial se manifiesta en un continuo de situaciones, la más dura de las que es, posiblemente, la vida en la calle. Las personas sin techo, que hacen vida las 24 horas en el espacio público, son la parte más visible del sinhogarismo, pero no la única. La exclusión residencial se manifiesta en diferentes intensidades en función de la relación de las personas con el espacio del que disponen para su vida personal. Quien vive en un centro residencial de servicios sociales, un hogar de acogida o un espacio sin condiciones de habitabilidad dispone de un techo, pero no de un hogar.
Categorías de la Exclusión residencial
Para facilitar el análisis de la exclusión residencial, la Federación Europea de Organizaciones Nacionales que Trabajan para las Personas Sin Hogar (FEANTSA) propone una clasificacion de las situaciones de privación de vivienda. La identificacion de diferentes intensidad de exclusión pretende romper con la distinción clásica entre la sociedad mayorítaria que dispone de un techo y las personas que pernoctan en la calle o en albergues y no tienen hogar. El planteamiento es que el acceso a la vivienda tiene tres dimensiones: desde el punto de vista físico, consiste en disponer de un espacio adecuado que pertenezca exclusivamente a una persona y a su familia; desde el punto de vista social, disponer de un espacio de privacidad para disfrutar de las relaciones sociales, y, desde el punto de vista jurídico, consiste en disponer de un título de propiedad o de un contrato de arrendamiento.
En función de las condiciones de habitabilidad que tiene el espacio donde vive una persona, la vida social y privada que permite dicho espacio y el régimen legal de utilización del alojamiento se definen cuatro situaciones de sinhogarismo: «sin techo», que supone no tener un espacio físico donde refugiarse; «sin vivienda» que consiste en pernoctar en equipamientos públicos o de entidades sociales que ofrecen refugio pero que no reúnen las condiciones de privacidad de un hogar propio y que no ofrecen la seguridad jurídica de un contrato de arrendamiento o de una propiedad; situación de «vivienda insegura», en la que no se puede desarrollar un proyecto de vida estable por la inexistencia de permiso legal para utilizar el alojamiento; y, por último, situación de «vivienda inadecuada», consistente en el uso de una vivienda con permiso legal de utilización o bajo título de propiedad pero con incomodidades derivadas del deterioro del espacio físico, de la ausencia de suministros energéticos o de la falta condiciones de higiene.
Datos disponibles y diversidad de realidades
Desgraciadamente, se hace muy difícil saber cuántas personas tienen que dormir en la calle cada noche en Cataluña. No hay fuentes fiables ni cifras oficiales. En el conjunto del Estado español sólo se recogen datos de las personas atendidas en equipamiento de acogida y de higiene, a través de la «Encuesta a las Personas Sin Hogar del Instituto Nacional de Estadística» que se ha realizado en dos ocasiones (2005 y 2012). No constan en ninguna parte las grandes olvidadas de las ciudades, las personas que quedan fuera de los circuitos de atención. Tampoco es recoge la compleja realidad de quien vive la precariedad habitacional de puertas adentro: muchos miles de personas que han de construir algo similar a un hogar en edificios abandonados o asentamientos urbanos irregulares, en pensiones o habitaciones de realquiler sin ninguna garantía de estabilidad , o en viviendas donde conviven varios núcleos familiares en un puñado de metros cuadrados.
A pesar de las carencias, los datos de la encuesta pueden servir para romper algunos tópicos e ilustrar algunos cambios en las características de las personas que se acercan a albergues y servicios de comedor y duchas. Por citar sólo algunos ejemplos: el 45% de las personas encuestadas atribuyen su situación a haber perdido un puesto de trabajo, el 60% tienen estudios secundarios o superiores, un 46% son personas extranjeras y un 22% buscan empleo desde hace más de un año.
Si nos queremos aproximar a la realidad de las personas sin hogar, los datos más consistentes a nivel catalán son las de la ciudad de Barcelona, donde la Red de Atención a las Personas Sin Hogar publica estudios desde 2008 y un diagnóstico bianual desde el 2011. Según el último informe de la Red, en Barcelona se cuantificaban la noche del 11 al 12 de marzo 2799 personas sin hogar: se estima que 693 dormían al raso y 434 en asentamientos irregulares (según fuentes del Ayuntamiento de Barcelona) y 1,672 estaban atendidas en los recursos residenciales públicos y privados de la ciudad. El primero de los informes, el de 2008 estimaba el número en 2.017 personas. En el informe se advierte que el incremento registrado en este periodo de crisis sería mucho más elevado si pudiéramos considerar todas las formas de exclusión residencial. También da cuenta de que las entidades y los servicios sociales están sosteniendo muchas situaciones familiares a través del realojamiento en pensiones y habitaciones, o en nuevos recursos que no se consideran equipamientos para personas sin hogar pero que sin lugar a dudas, frenan la caída en la calle miles de familias y personas.
«Sacar a los pobres de la calle»
Es difícil encontrar a alguien que no considere deseable dejar de ver personas durmiendo en las calles de Barcelona y otras ciudades catalanas. Ante la presencia persistente de una persona durmiendo en un portal, en un banco, o en un cajero automático, es habitual que vecinos y vecinas reaccionen llamando a la Guardia Urbana, el Servicio de Emergencias Médicas, en el Ayuntamiento o en alguna entidad social. Se asume que es responsabilidad de la administración «sacar a los pobres de la calle», en lugar de debatir sobre el acceso a la vivienda o unos ingresos garantizados. Es frecuente pedir más albergues y más dispositivos de intervención en la vía pública (ya sean educadoras sociales o agentes de policía) que garanticen que alguien saque a los habitantes inapropiados de la ciudad de las zonas más cotizadas y visibles de la trama urbana.
Ya sea por compasión o porque su presencia resulta una molestia, el sinhogarismo preocupa cuando se evidencia en el espacio público en sus formas más duras. Permanecer en la calle sin consumir, sin concretar un desplazamiento, sin realizar una actividad productiva, constituye una fuente de conflicto en un espacio urbano pensado para el beneficio económico. La ideología del civismo, que traza las líneas de la normalidad, sitúa a las personas sin techo fuera de los límites de lo aceptable. Los vecinos y vecinas que sí inscriben sus vidas en el marco de la normalidad cívica acaban pidiendo que alguien retire a las personas sin hogar de la vista. Ya sea porque se sienten agredidos por su incivismo, ya sea por compasión, se exige a las «autoridades competentes» que se las lleven de la calle, incluso contra su voluntad. Unos consideran que se trata de individuos de riesgo, los otros que son individuos en riesgo pero, en definitiva, poner el foco únicamente en la calle nos lleva a olvidar que quien duerme en un albergue tiene un techo (temporal) pero sigue sin tener un hogar.
Vivir en la calle no es una patología social
Reducir el problema del sinhogarismo a su expresión en la calle y tratar a las personas que lo padecen como si tuvieran una patología social necesitadas de un tratamiento facilita que se den por buenas supuestas soluciones que, a pesar de la buena voluntad, no pasan de ser medidas de higienismo urbano. La acogida de emergencia en albergues puede ser un momento para establecer un vínculo con los servicios sociales y para encontrar apoyo, pero cuando se acumulan fracasos y frustraciones, la probabilidad de que se materialicen procesos de recuperación de la autonomía personal se hace más y más pequeña. La falta de oportunidades de acceso a una vivienda estable hace que una parte de las poblaciones de personas sin techo de las ciudades occidentales se cronifiquen en su situación alternando temporadas en la calle con temporadas en albergues y centros de acogida.
El caso de Nueva York
A principios del año 2016, el alcalde de Nueva York, admitía el fracaso de la política de ampliación de plazas en albergues para acabar con el sinhogarismo. Según colectivos de apoyo y entidades sociales, en la ciudad estadounidense duermen cada noche en la calle o en albergues 58.000 personas. Si la cifra no ha parado de aumentar no es sólo por las dinámicas globales de empobrecimiento y polarización social sino también porque combatir la exclusión residencial requiere políticas de vivienda y de garantía de rentas, no ampliaciones masivas de los albergues.
Para rehacer la vida tras el impacto de haberlo perdido todo y de haber vivido en la calle, hay estabilidad económica, habitacional y emocional. De ahí el buen resultado de las políticas orientadas a proporcionar vivienda estable como primer punto del proceso de acompañamiento social. Políticas que usualmente bajo la etiqueta «housing first» abandonan la idea de que la vivienda autónomo es el colofón de un proceso de inclusión monitoreado por profesionales.
