// por Albert Sales //
Rosa se quedó en la calle a los 39 años después de romper con su pareja. Al salir del hospital tras la enésima paliza decidió no volver a casa. Estuvo un par de semanas durmiendo en una pensión gastando el poco dinero que tenía y después buscó un rincón en un parque cercano a la Estación de Sants para dormir entre cartones aprovechando que clima primaveral. De esta primera etapa en la calle, que duró poco más de un mes tiene gravado en el recuerdo el miedo. Dormía más de día que de noche. De madrugada, cualquier persona que atravesara el parque le parecía una amenaza. Durante el día, las miradas de la gente que pasaba atareada y con prisas por delante de los diferentes lugares en los que se sentaba a pasar el rato le resultaban humillantes. Miradas de compasión, de pena, de reprobación, de desconfianza, de asco…
En alguna ocasión pensó en conseguir el dinero para viajar a Galicia a pedir ayuda a su familia. Una prima y una tía a las que no veía desde hacía más de 15 años vivían cerca de Santiago. Pero, ¿qué les iba a pedir? ¿meterse en su casa «a la sopa boba»? ¿hasta cuando? Quizá podría haber reunido el dinero, pero no el valor. Así que volvió a casa con su marido. Con la perspectiva que dan los años, Rosa afirma que el regreso fue más humillante que un mes en la calle. Después de llamarla repetidamente puta, su marido se regocijó en su fracasado intento de huida diciéndole que sabía que volvería.
No era la primera vez que la llamaba puta para insultarla y vejarla. Cuando él se ponía furioso tras no conocer con exactitud su paradero durante una hora, la voz de indignación siempre era puta. Cuando su ira se desataba por descubrir más dinero del previsto en el monedero de ella, el insulto que seguía a los primeros gritos era puta. Cuando sus celos se descontrolaban por un intercambio de miradas con un vecino en la escalera, la llamaba “puta”. Utilizar “puta” como insulto no es recurrir a una palabra malsonante cualquiera. El estigma de puta trasciende la definición formal de prostitución. No se usa la palabra puta para definir a una mujer que ofrece servicios sexuales por dinero. Es el apelativo usado para vejar a cualquier mujer con pretensiones de independencia o de transgresión del orden de sumisión patriarcal. Durante siglos, se ha llamado puta a la mujer que construïa su proyecto de vida sin contar con la aprobación y el control de un varón. El control social hacia aquella mujer buscaba tomar sus propias decisiones buscando libertades reservadas a los hombres se materializaba en el ostracismo y la acusación de puta, de bruja, o de ambas cosas.
Su marido no fue el último en “tratarla como una puta” (como ella misma expresa). Dos años, después cuando huyó definitivamente, pasó cinco meses en un parque con un grupo de personas sin hogar. Eran cuatro hombres y dos mujeres. De esa etapa recuerda una constante presión sexual por parte de sus compañeros pero también por parte de vecinos y de visitantes habituales del parque. Decía Rosa que “los hombres piensan que si eres pobres y estás en la calle te vas a ir con todos (…) no hay opción a decir que no”. Paradójicamente, ante la negativa a mantener relaciones sexuales, el hombre rechazado la llamaba de nuevo puta e infería que estaba dispuesta para todos excepto para él. Se enfrentó y rechazó ofertas para “comer caliente” o incluso para “salir de la calle” a cambio de favores sexuales y en varias ocasiones tras un acoso de varios días la negativa tajante a aceptar la premisa del acosador: “tu estas en la calle porque quieres”. Sus negativas jamás eran aceptadas sin respuestas violentas o insultos.
Rosa reconoce haber aceptado el acercamiento sexual de hombres en la calle para sentirse protegida y haber mantenido breves relaciones sentimentales durante su segunda etapa en las calles de Barcelona, pero conversando sostiene con vehemencia que nunca ha ejercido la prostitución, que no es ninguna puta, que es pobre pero decente. Y el estigma persiste grabado a fuego en el imaginario de ricxs y pobres, jovenes y viejxs…