// Por Albert Sales // Publicado originalmente en catalán en La Directa, número 394 //

Casi la mitad de la población penitenciaria de Catalunya es de origen migrante.

En el mundo occidental, el campo del control del delito se ha convertido en un campo de batalla ideológico en que las decisiones políticas se toman a golpe de titular de prensa y respondiendo a la competición entre partidos para mostrar su cara más inflexible y su mano más dura a los potenciales votantes. A juzgar por los debates políticos y mediáticos, se puede pensar que nos rodean miles de seres humanos peligrosos, dispuestos a atentar contra nuestra seguridad. Si atendemos a discursos y tertulias, fácilmente nos llevaremos la impresión de que «los delincuentes» se aprovechan de un sistema blando y permisivo. En España, esta expansión del populismo punitivo inicia a finales de los 80 y se materializa en los constantes cambios normativos y endurecimientos del sistema penal que arrancan con la aprobación del primer código penal de la democracia en 1995.

Más migrantes en prisión

En el ámbito penal, las últimas décadas se han caracterizado por un marcado incremento de la población penitenciaria. En Cataluña, la población reclusa creció de las 4.749 personas en 1990 a su máximo histórico de 10.741 en 2010. Desde entonces, el volumen de penados y penadas cumpliendo condena en las cárceles catalanas se ha reducido en unas mil personas. La media de población en situación de reclusión penitenciaria de 2014 fue de 9.734.

CR7vMDcWcAIem-- (1)Se podría pensar que el aumento de las condenas a privación de libertad es una consecuencia del incremento en el número de delitos pero los datos no parecen confirmar la existencia de esta relación. Hay un elevado consenso en la criminología y la sociología al considerar que la mejor manera de valorar la comisión de delitos y su impacto en la ciudadanía es a través de las encuestas de victimización. Si atendemos a los datos de las dos participaciones de España en la International Crime and Victimisation Survey (ICVS), en el 1989 y el 2005, y de la encuesta realizada en 2009 por el Observatorio de la Delincuencia (ODA) del Instituto andaluz Interuniversitario de Criminología, no sólo llegamos a la conclusión de que la delincuencia no aumenta sino que podremos inferir un retroceso en la victimización en casi todas las formas de delito.

El incremento de la población reclusa responde pues a cambios profundos en la economía del castigo y no a la necesidad de reaccionar a una ola de criminalidad sobrevenida. Y coincide con la explosión migratoria de los 90, década en la que las tasas de población extranjera en Cataluña empiezan a equipararse con las del resto de la UE. No es de extrañar pues, que parte del incremento de la población reclusa se deba a la entrada en prisión de población de origen extranjero.

En Cataluña, el encarcelamiento de personas de nacionalidad extranjera siguió una tendencia expansiva hasta 2011. A partir de este máximo histórico, se registra un pequeño retroceso que sitúa el número de personas extranjeras recluidas en 4.073, un 44% del total de las internas e internos de nuestras cárceles. Teniendo en cuenta que la tasa de población extranjera en Cataluña en 2014 era del 14,5%, la extranjería en nuestras cárceles es una condición fuertemente sobre-representada.

Condenadas a la exclusión

Ante el riesgo de atribuir esta importante presencia de personas migrantes en las prisiones catalanas a una mayor predisposición al delito de las mismas, hay que recordar cuáles son los mecanismos que exponen a los extranjeros provenientes de países extracomunitarios (y en especial los que se encuentran en situación de irregularidad administrativa), a la severidad selectiva del sistema penal.

Durante las décadas de los 80 y los 90, los actores del sistema penal pasan de considerar a la persona drogodependiente como individuo que requiere especial vigilancia a situar a las migrantes en el centro de la actuación de los agentes de control y castigo del delito. Siguiendo la estela de los Estados Unidos y en sintonía con el resto de la Europa Occidental, los discursos mediáticos y la práctica penal dejan de considerar la inmigración como un factor de desarrollo económico para caracterizarla como un problema que hay que gestionar sometiendo la regulación los flujos migratorios a los dictados del mercado laboral.

El estatuto jurídico reservado a las personas inmigrantes las convierte en mano de obra con derechos muy limitados y las pone en permanente riesgo de ilegalidad. A pesar de no ser un delito, vivir en Cataluña sin disponer de permiso de trabajo o residencia, sitúa a la persona «sin papeles» en una zona indefinida cercana a la criminalidad. Cuando subsistir supone, por fuerza, transgredir las normas, las fronteras se multiplican: la vida diaria se llena de puntos de control y de momentos de riesgo que pueden desencadenar consecuencias sancionadoras.

La exclusión administrativa conlleva una fuerte limitación de las oportunidades para obtener ingresos y empuja a una parte de la población de nuestras ciudades a economías de la marginalidad. El populismo punitivo ha centrado en generar alarma social alrededor, precisamente, de las actividades relacionadas con la subsistencia de las personas más vulnerables a la exclusión social. El endurecimiento de las penas por robos o posesión y tráfico de drogas, es un relevante factor explicativo del incremento de la población penitenciaria catalana.

Arbitrariedad jurídica-policial

La criminalidad propia de las personas migrantes es más perseguida y más castigada, que otras formas delictivas, pero también más visible. La facilidad para identificar «el inmigrante» como un «otro» con rasgos físicos concretos es ideal para la criminología actuarial que se ha impuesto en las últimas décadas. Ante la constatación de que un control absoluto de las actividades delictivas resulta imposible y con una necesidad creciente de economizar los recursos públicos, se adoptan estrategias de preselección de los individuos potencialmente peligrosos. Esta preselección está guiada por los propios prejuicios policiales y conllevan una sobrevigilancia de colectivos concretos en función de rasgos etno-raciales.

La actividad policial y las formas de control no sólo actúan selectivamente a la hora de vigilar sino también a la hora de ejecutar detenciones y tomar medidas cautelares. En un estudio realizado en 2006 por la European Commision Against Racism and Intolerance, se señalaba que existían evidencias de que si bien los extranjeros constituían un 30% de los detenidos en la UE, sólo representaban el 10% de los condenados. Se intuye pues que la detención de personas extranjeras se basa en indicios más débiles que en el caso de la población autóctona.

La detenida o detenido de nacionalidad extranjera tiene también muchas más probabilidades de ser sometido a prisión provisional. Los jueces optan con mayor frecuencia para aplicar esta medida cautelar argumentando que características personales como la falta de domicilio fijo, la ausencia de documentación identificativa, la falta de trabajo estable o la debilidad de las redes de relación familiares, conllevan riesgo de fuga. Si entre los internos penitenciarios autóctonos sólo un 10,4% se encontraban en situación preventiva (2014), entre los internos extranjeros la proporción de preventivos era de 19,3%. Esta diferencia ha llegado a ser sensiblemente más alta en los últimos años llegando al 35,6% la proporción de internos extranjeros en situación de prisión preventiva en 2006.

La misma desconfianza en el entorno social del penado sirve de base para dificultar el acceso de las ciudadanas y ciudadanos extranjeros a penas alternativas a la privación de libertad oa mecanismos de suspensión de la ejecución.