// Por Albert Sales // Publicado originalmente en catalán en La Directa, número 394 //
La población migrante presa tiene vetados gran parte de los beneficios penitenciarios y en muchos casos se ve forzada a aceptar la expulsión del estado
Cada cierto tiempo, se publican en todo tipo de periódicos noticias de personas que en su desesperación delinquen para encontrar en prisión techo y comida. En estas notas se narra la dura vida de una persona en situación de pobreza extrema, a menudo sin techo, que decide perpetrar un delito para ser encarcelada y disfrutar así de una vivienda pública con pensión completa de forma gratuita. Estas anécdotas son convertidas en categoría de forma recurrente gracias a los prejuicios imperantes sobre lo que es y lo que significa la vida en la cárcel, y contribuyen a reforzar el estereotipo de la prisión como hotel en el que cumplir condena es poco más que un retiro temporal de la vida cotidiana en que el interno es tratado con «demasiado benevolencia» teniendo en cuenta que se trata de un «delincuente».
Cuando se hace referencia a los condenados de origen extranjero el mito amplifica. Se da por supuesto que en sus países de origen las cárceles son poco más que calabozos insalubres y que, al llegar a nuestros relucientes establecimientos penitenciarios, la prisión deja de una pena disuasoria para convertirse en un destino deseable y preferible a la miseria que se vive en libertad.
Régimen especial
La ligereza con la que se valora la condena a prisión olvida que el contenido sustantivo de la pena impuesta es la privación de libertad y que las condiciones en las que ésta se ejecuta no forman parte del castigo. También se olvida que los internos extranjeros en situación irregular viven, de facto, un régimen diferente a los de los autóctonos, marcado por la falta de apoyo desde el exterior, las barreras para disfrutar de beneficios penitenciarios y por la constante sombra de la expulsión del estado.
La pobreza y la debilidad de las redes de relación hacen de la estancia en la cárcel una experiencia sensiblemente más dura para personas que están lejos de casa y que no disponen de recursos económicos. Los centro penitenciarios proporcionan a los internos y las internas tres comidas al día y un lote higiénico cada tres meses con productos básicos para la limpieza personal y de la celda. En un contexto en el que las personas no pueden tomar ninguna decisión sobre su cotidianidad, estos elementos básicos para la subsistencia distan mucho de constituir ningún lujo. El lote higiénico, que hasta hace cuatro años se facilitaba mensualmente, resulta, además, del todo insuficiente. Este hecho no es demasiado relevante para el grueso de los internos, pues para aquellos que disponen de dinero es habitual comprar los productos higiénicos en el economato del centro, pero sí es un problema para los que viven una situación de indigencia carcelaria y que se ven forzados a pedir favores constantemente.
La falta de ingresos y de apoyo familiar de muchos internos africanos provoca que se les faciliten trabajos en los talleres de los centros con cierta agilidad, pasando por delante de las solicitudes de otros internos y generando recelos y reacciones racistas. Lo más irónico es que la baja remuneración de estas ocupaciones provoca una alta tasa de abandono entre quienes reciben ayuda desde el exterior, que no están dispuestos a hacer trabajos altamente repetitivos y sin ningún contenido formativo a cambio de poco más de 100 euros al mes.
A la base material de las desigualdades hay que añadir la base jurídica y procesal. La precariedad laboral, la debilidad de las redes de apoyo familiar y social, y las situaciones de irregularidad administrativa, suponen una dificultad añadida para la consecución de permisos o de la progresión a situaciones de semilibertad. Estos beneficios, que constituyen una motivación para los internos autóctonos para seguir los programas de tratamiento, están fuera del alcance de las penadas y los penados extranjeros. Se abandona así la supuesta función rehabilitadora de la cárcel de manera oficial. El destino del condenado no nacional no es la rehabilitación sino la expulsión.
La sombra de la expulsión
El Código Penal español, además, establece la expulsión como procedimiento prioritario aplicable a los extranjeros sin permiso de residencia. Si la condena no supera los 6 años el internamiento puede ser conmutada por la expulsión. Cuando una pena de prisión no se sustituye por la expulsión hay mecanismos que empujan al penado a terminar solicitándola antes de finalizar la condena. Dichas dificultades para conseguir permisos o para la progresión a tercer grado generan fuertes incentivos para terminar pidiendo la expulsión y el retorno al país de origen.
Si, pese a todo, el penado decide cumplir la condena «a pulso» (sin disfrutar de permisos ni espacios de semilibertad), es muy probable que meses antes de su liberación se le imponga una orden de expulsión administrativa, poniendo en marcha una maquinaria que el puede llevar desde el centro penitenciario al Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE).