// Por Albert Sales //

Eugene se pasó la tarde sentado en su silla de ruedas de espaldas a la puerta del supermercado con un cartón de vino en el regazo. En la acera intensamente transitada de poco más de cuatro metros de una popular calle comercial de la ciudad de Barcelona, la estampa resultaba incómoda para los peatones que entraban y salían del establecimiento cargadas con bolsas de plástico o tirando de sus carros de la compra. Al aspecto dejado y sucio que ya lucía a su llegada, sobre las dos, se añadió el mal olor provocado por los orines a partir de media tarde. Más allà del impacto visual y del olor, el hombre grandullón y barbudo, allí sentado, no interactuaba en absoluto con los transeúntes.

Ante la presencia nueva y extraña de Eugene, los vecinos y vecinas que volvían del trabajo o salían a realizar sus compras exteriorizaban con comentarios en voz alta dos tipos de reacciones: estaban los que se mostraban claramente preocupados por el estado de aquel señor en silla de ruedas y los que expresaban su molestia por lo que consideraban un acto de incivismo y un uso inapropiado del espacio público. Sin duda, entre unos y otros, una mayoría seguía caminando tratando de asimilar en silencio una combinación de ambos sentimientos.

Durante la tarde, una patrulla de la Guàrdia Urbana se acercó a hablar con él en tres ocasiones. Ante la incredulidad de los presentes, los agentes se limitaron a conversar unos minutos con el hombre y se marcharon las tres veces. A la hora del cierre de la mayoría de comercios de la calle, los agentes habían notificado el caso a los equipos especializados de servicios sociales y seguían la evolución de la situación desde la distancia pasando con el coche patrulla cada cierto tiempo. Pasadas las diez de la noche, el hombre se fue al suelo desde su silla inconsciente por el alcohol ingerido. Algunos vecinos llamaron al Servicio de Emergencias Médicas pero cuando la ambulancia llegó, Eugene había recuperado el conocimiento y, con algo de ayuda, volvía a estar sentado en su silla canturreando en su idioma natal. Los técnicos del SEM, tras preguntarle si necesitaba ayuda y constatar que rechazaba cualquier oferta de reconocimiento médico se fueron.

A partir de ese momento se manifestó el enfado de algunos vecinos y comerciantes que habían estado siguiendo la evolución de la situación durante la tarde. Algunos expresaron su indignación porque la guàrdia urbana “no había hecho nada”. “Han estado tres veces aquí y no se lo han llevado”, comentaba una señora buscando la complicidad de dos personas que observan al hombre tirado en el suelo. Otros focalizaban su malestar en el propio “vagabundo” al que consideraban un ejemplo de incivismo y un agente de degradación del barrio. “Si se le permite a la gente estar ahí plantada, meándose encima, sin hacer nada… ¿què va a pasar? (…) cada vez hay más gente así en la calle”. Aunque tras la mirada de desaprobación de algunos de los presentes matizó: “Claro, con la que està cayendo, es normal que hay gente que acabe mal. Pero no se puede estar así en medio de la calle”.

Pasadas las once de la noche, sin la presión del vecindario y tras una larga conversación, dos educadores de los servicios sociales municipales convencieron a Eugene para que aceptara ser trasladado a pasar la noche al Centro de Acogida Nocturno de Emergencia y así minimizar los riesgos de pasar la noche a la intemperie tras una importante ingesta de alcohol y ante la evidente incapacidad de procurarse una mínima protección contra el frío. El objetivo de la intervención no fue retirar al hombre de la vía pública sino una reducción de riesgos puntual ciertamente difícil de explicar a vecinos y vecinas impactados por la evidente situación de deterioro personal de una persona adulta que se instala en la acera de una concurrida calle comercial. En Barcelona cada noche duermen entre 700 y 900 personas en la calle. A unos 150 metros de Eugene, en una calle estrecha poco transitada, duerme desde hace meses otro hombre en un colchón instalado en un rincón pero a la intemperie. No faltan los vecinos y vecinas que se acercan a solidarizarse con él y le proporcionan mantas o comida y seguro que tampoco faltan las quejas al ayuntamiento por su presencia, pero jamàs ha despertado la misma actividad vecinal, ni el mismo número de llamadas a guàrdia urbana, al servicios de emergencias médicas o a los servicios sociales.

La molesta presencia de Eugene en una vía pública pensada e imaginada al servicio del mercado se convierte en un acto de “incivismo”. Permanecer en la calle sin consumir, sin concretar un desplazamiento, sin realizar una actividad productiva, constituye una fuente de conflicto más intensa cuanto mayor sea el valor comercial del espacio en disputa. La ideología del civismo traza las líneas de normalidad en base a la utilidad económica del uso del espacio urbano, aplicando a emplazamientos de éxito comercial la lógica de los centros comerciales privados. A los vecinos que inscriben su actividad cotidiana dentro de estos límites de normalidad les sorprende que los cuerpos de seguridad no actúen ante una evidente anormalidad sin cuestionarse las implicaciones de habilitar a la policía para expulsar a una persona de un espacio público contra su voluntad y a siguiendo criterios discriminatorios.

Cuando no es la molestia o la censura sino la compasión lo que genera las reacciones de vecinas y vecinos, la responsabilidad se desplaza a los servicios médicos y a los servicios sociales. Una vez más, se identifica al “sin techo” o al “vagabundo” como un “otro” falto de derechos. Se le infantiliza hasta el punto que se considera deseable que dichos servicios asuman su tutela y lo trasladen fuera de la vista de la ciudadanía que supuestamente sí tiene derecho a la ciudad. Por su propio bien, se considera que la administración es responsable de actuar aún cuando su presencia en la calle no està perjudicando directamente a nadie.

Probablemente Eugene sigue en la calle. La acogida de emergencia puede ser un momento para establecer un vínculo más duradero con los servicios sociales y encontrar apoyo, però cuando se acumulan los fracasos y las frustraciones, la probabilidad de que se haga efectivo ese vínculo y de iniciar procesos de recuperación se hace hace más y más pequeña. Si se queda en un rincón fuera de las arterias comerciales de la ciudad, en una parcela de espacio público poco cotizada, es probable que deje de ser interpelado por el vecindario, las visitas de la guàrdia urbana pasen a ser una anécdota. Si se mantiene en un espacio marginal, a Eugene solamente le visitaran los educadores y educadoras del Servicio de Inserción Social muncipal o de alguna de las entidades con equipos de calle de la ciudad de vez en cuando y, sin atosigarle, intentaran establecer un vínculo con él para tratar de ofrecerle un alojamiento temporal y un apoyo social.

Se asume que es responsabilidad de la administración o, en su defecto, de organizaciones socials, “sacar a las personas” de la calle, en lugar de debatir sobre el acceso a la vivienda o a un renta garantizada de ciudadania. En consecuencia, ante la presencia visible de Eugene, los vecinos i vecinas solicitan al ayuntamiento más plazas en albergues y más dispositivos de calle (ya sean educadores o policias) que garanticen que alguien sacará a habitantes inapropiados de las zonas más cotizadas y visibles del entramado urbano. En coherencia con las dinámicas mediáticas imperantes, el que el sinhogarimso preocupa cuando se evidencia de la forma más descarnada sin caer en la cuenta de que la persona que está en un albergue quizás tiene techo pero no un hogar.

Se intente convertir a “los sin techo” en personas que requieren un tratamiento social pero la realidad es testaruda. La temporalidad de los alojamientos de emergencia y la falta de salida provoca recaídas y desesperación. Sin garantizar el acceso a la vivienda y a una renta mínima, ¿cuáles son las propuestas para “sacar a la gente de la calle” más allá del higienismo urbano?

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