// Por Albert Sales //
Ricardo “salió de la calle” hace cinco años. Después de pasar dos años durmiendo en cajeros y parques de Barcelona y de vivir en varios albergues para personas sin techo, entró en un centro en el que disponía de una habitación individual y donde encontró, según él, profesionales que le ayudaron a “cerrar heridas” y a “encontrar cierta estabilidad”. Residiendo en el centro encontró un empleo en la cocina de un restaurante y tras unos meses ahorrando se buscó una habitación. Cinco años después, Ricardo trabaja como vigilante nocturno en un garaje con un contrato de veinticinco horas semanales, aunque reconoce que su jornada real es completa. Recibe por su empleo 380 euros mensuales con los que paga la habitación en la que duerme durante el día. Sigue acudiendo al Centro de Servicios Sociales de su barrio en el que le van renovando su tarjeta para el comedor social. Bromea diciendo que gracias al comedor todavía le queda sueldo para caprichos.

Si a Ricardo se le pregunta si ha dejado atràs su vida como persona sin techo no deja margen para bromas. Con la posibilidad de perder el empleo en cualquier momento y viviendo en una habitación realquilada sin contrato, se siente siempre a un paso de la calle. Aunque ha recuperado la relación con su hermana, sabe que si llegado el momento se encontrara de nuevo “sin nada”, lo último que haría sería convertirse en una carga para ella.
Ricardo es una más de las muchas personas que salen de la calle para seguir en la pobreza. Una pobreza diferente, quizá menos cruda y con toda seguridad menos visible. Sin un sistema de garantía de rentas que permita una vida digna y enfrentándose en solitario a un mercado laboral salvaje y aun mercado de vivienda no menos inhumano, las personas que reciben el apoyo de servicios sociales y de organizaciones para salir de la calle suelen mantenerse en situación de alta vulnerabilidad social el resto de sus vidas.
Cada vez es más evidente que encontrar un empleo no constituye una garantía para salir de la pobreza. En 2008 había un 13,4% de personas con empleo en riesgo de pobreza y exclusión social según la Encuesta de Condiciones de Vida del INE. En 2014, la cifra había aumentado aumentado hasta el 17,6%. Habida cuenta que la población con ingresos medios se ha empobrecido sensiblemente y el propio umbral de pobreza ha descendido, la situación económica de las personas empleadas ha empeorado sensiblemente tras la destrucción masiva de puestos de trabajo, la reforma laboral y alucinaciones colectivas en forma de brotes verdes.
En Barcelona, un 11% de las personas sin hogar atendidas por la Red de Atención a las Personas Sin Hogar (XAPSLL por sus siglas en catalán) tiene empleo. En los últimos años, los albergues han flexibilizado horarios de entrada y normativas para adaptarse a las necesidades de un número creciente de residentes con empleos nocturnos en la hostelería, la restauración o realizando tareas de vigilancia. Se trata de personas que con los pequeños ingresos que logran, ahorran hasta dar el paso a una supuesta “vida autónoma”. Pero el concepto de “autonomía personal”, tan presente en los planes estratégicos de entidades públicas y privadas y tan utilizado en las facultades de trabajo y educación social, poco tiene que ver con el empleo que aguarda al final de los itinerarios de “inserción” o “inclusión”.
Las formas de explotación laboral y de precariedad habitacional que sufren las personas sin hogar tras el apoyo de entidades y servicios sociales provoca una gran frustración a las propias personas afectadas y también a profesionales y voluntarios que ven su trabajo convertido en un acompañamiento a la sumisión a empleos basura y a situaciones de extrema vulnerabilidad social indefinidas que, demasiado a menudo, llevan de nuevo a la calle.
Son las vidas de las personas relegadas a los márgenes de la sociedad las que evidencian con mayor fuerza la necesidad de desvincular el derecho a una existencia digna del empleo. La expansión e intensificación de la precariedad laboral convive con una ética del trabajo trasnochada que responsabiliza a las víctimas de la pobreza de su destino exigiendoles que se enfrenten individualmente a una exclusión que es estructural. Los dispositivos de atención social no pueden ser más que parches de humanidad si no se garantiza el derecho al vivienda y a recibir ingresos desvinculados del empleo.