// Por Albert Sales // 

Existen infinidad de páginas escritas sobre las características de personas y colectivos que viven la pobreza. Ya sea para construir un objeto de estudio académico o científico, ya sea para configurar los destinatarios de intervención en el campo de las políticas públicas, las características de “los pobres” han sido y son temática recurrente en textos oficiales y en literatura especializada. Durante las décadas de expansión de los Estados del bienestar, la preocupación por la pobreza que se resiste a desaparecer a pesar del crecimiento económico y de la construcción de mecanismos de protección social para las clases trabajadoras lleva a lo que Zygmunt Bauman denomina el descubrimiento de la clase marginada: una amalgama de colectivos y personas que quedan fuera de la sociedad mayoritaria por llevar estilos de vida no convencionales y, casi siempre, moralmente reprobables.

Cuando el Estado benefactor se presenta como un proyecto de unas amplias clases medias, que simbolizan un estilo de vida mayoritario, compartido y deseable, la pobreza se convierte en un fenómeno social anormal y fácilmente estigmatizable. “Ser pobre” consiste, ante todo, en no tener ingresos ni trabajo en el mercado laboral. Con tasas de desempleo cercanas a cero resulta sencillo atribuir la pobreza a la vagancia y la inadaptación social. Para unas clases trabajadoras identificadas con las políticas socialdemócratas y con la ética del trabajo industrial, es política y emocionalmente cómodo aceptar que la pobreza es resultado de comportamientos desviados, construyendo una alteridad en “el pobre” que, en las ciudades fordistas, se encarna en el habitante de barrio marginal o en el vagabundo sin hogar.

En el contexto de esplendor de los Estados del bienestar se tiende a obviar las causas estructurales de marginación de personas y colectivos que acumulan múltiples factores de exclusión social. Las lagunas en la protección social de los hogares monoparentales o no normativos, la discriminación racial y étnica, o los vacíos en el apoyo social a personas con enfermedades mentales, quedan en un segundo plano detrás de la centralidad de las características individuales y a comportamientos desviados que deben ser estudiados y convertidos en objeto control, ya sea a través del disciplinamiento policial y penal, ya sea a través de la intervención social. 

El contexto de expansión de los riesgos sociales y de la precariedad que se abre a partir de la crisis del welfarismo y de la imposición de programas políticos neoliberales no erosiona esta identificación de “los pobres” como esos “otros” con características diferentes de la sociedad “integrada”. Durante los 80 y los 90 por ejemplo, los estudios sobre personas sin hogar en EEUU y Europa siguen buscando la descripción de un objeto de análisis y construyendo un estereotipo que sigue presente en el imaginario de las sociedades opulentas porque cumple dos funciones simbólicas esenciales. Por un lado, permite a la ciudadanía de vida “normalizada” mantener la certeza de que, por mal que vayan las cosas, nadie es víctima de las formas más extremas de pobreza urbana si no tiene vinculación con vicios, comportamientos desviados o con una genérica “mala vida”. Por el otro, la culpabilización de la víctima siempre resulta un modo eficaz de romper vínculos morales. Uno no se puede responsabilizar de la suerte de quién se ha labrado su mala situación y, si lo hace, no es por compromiso político sino por compasión.

La alterización en tiempos de extensión de la pobreza se sostiene fijando la atención en sus formas más extremas y reproduciendo estereotipos acerca de sus causas para romper el continuo de empobrecimiento que vincula la lucha por los derechos sociales de quién encaja dentro de los límites de la normalidad de la lucha por la supervivencia de quien sobrevive en la calle. Sostener el mito de que las personas de la calle sufren algún tipo de patología social permite mantener la problemática fuera del foco de la lucha por el acceso a la vivienda y situarla en el campo de la intervención social o de la filantropía. Pero la realidad es testaruda y la evidencia empírica indica que lo que tienen en común las personas sin techo de las ciudades ricas es que no tienen acceso a una vivienda. Los itinerarios vitales hasta llegar a la calle son tan variados que hablar de perfiles mayoritarios es reproducir imágenes estereotipadas. Durmiendo en la calle cada noche hay hombres y mujeres sin red familiar y social expulsados del mercado laboral, jóvenes que tras un proceso de emancipación familiar traumàtico no han podido mantener sus fuentes de ingresos, personas migrantes que tras durísimos viajes y después de sufrir condiciones de explotación en empleos hiperprecarios sufren una enfermedad o un accidente… infinidad de historias dificilmente clasificables en unos pocos perfiles de desviación social. 

El 16 de abril, en varias ciudades británicas se celebraron marchas con las personas sin techo. Movimientos sociales de base expresaron su solidaridad con las víctimas más evidentes de una exclusión residencial que afecta con mayor o menor intensidad a millones de personas. La reivindicación central de las marchas era el derecho a una vivienda digna no a una mejor atención a las personas sin techo; y no se trata de matiz sin importancia sino del núcleo de la propia movilización. A pesar de generar pobreza y sinhogarismo, las políticas neoliberales no están reñidas con la filantropía y con la acción social. Al contrario, requieren de herramientas de gestión de las miserias que canalicen los malestares y las inseguridades sin poner en cuestión la construcción de la pobreza desde la alteridad; que permitan a los que disfrutan de una vivienda vehicular su necesidad de hacer algo por quién sufre sin identificarse con él.

Lo transgresor no es mejorar las políticas que consideran a “los pobres”, y concretamente a las personas sin techo, objetos de intervención social. Lo transgresor es considerarlos sujetos políticos. 

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